Porque sueño

Porque sueño yo no lo estoy. Porque sueño, sueño, porque me abandono por las noches a mis sueños antes de que me deje el día. Porque no amo, porque me asusta amar. Ya no sueño, ya no sueño, ¡ya no sueño!... ya-no-sueño. A ti, la Dama, la audaz melancolia que con grito solitario hiendes mis carnes ofreciendolas al tedio, tú que atormentas mis noches con mis sueños cuando no sé qué camino de mi vida tomar, te he pagado cien veces mi deuda. De las brasas del ensueño sólo me quedan las cenizas de una sombra de la mentira que tú misma me habías obligado a oir. Y la blanca plenitud no era como el viejo interludio, y sí una morena de finos tobillos que me clavó la pena de un pecho punzante en el que creí, y que no me dejó más que el remordimiento de haber visto nacer la luz sobre mi soledad. E iré a descansar, con la cabeza entre dos palabras, en el valle de los avasallados.

Fragmento de L'avalé des avales de Réjean Ducharme leído en Léolo de Jean-Claude Lauzon

lunes, 30 de marzo de 2009

Los mundos posibles

Apreciados e hipotéticos lectores, esta vez traigo a su disposición un artículo sobre mundos posibles.

http://www.filosoficas.unam.mx/~abarcelo/PDF/posible.pdf

miércoles, 25 de marzo de 2009

Taraf de Haidöuks

Apreciados e hipotéticos lectores: antes de continuar el proyecto del posicionamiento de la "filosofía" o más bien a la par, trataré de escribir entradas de otros temas.
En esta ocasión se trata de Taraf de Haidöuks, un conjunto musical romaní.
"Son conocidos en su Rumania natal como "Taraful Haiducilor". Su traducción cuasi-literal sería "Banda de los Hombres malvados o fuera de la ley", aunque "taraf" es también el nombre tradicional de un grupo de lăutari (músicos gitanos de la tradición rumana). "Haiduc" o "haiduk" es una palabra de origen turco que significa "bandido"; en rumano tiene una connotación arcaica o rústica. El nombre del grupo es conocido internacionalmente como "Taraf de Haïdouks" (construcción genitiva francesa)".

Me deleito escuchándonlos en su intempestiva interpretación.





Revisionismo en filosofía de las matemáticas

Un caso concreto: filosofía de las matemáticas. El artículo que se presenta delinea las posiciones "extrínsicas" e "intrínsecas" de ciertos argumentos filosóficos con respecto a una rama del conocimiento concreta: las matemáticas. Es de notar que "en una clásica visión histórica de los vencedores, los filósofos [de las matemáticas] serían presentados como matemáticos cuando sus propuestas son exitosas, y como revisionistas metafísicos [de las matemáticas] cuando no lo son". Parece ser que en este caso concreto se pueden edificar construcciones inferenciales entre las referencias mismas de la que trata y que esas relaciones inferenciales tienen una "representatividad" autónoma y cierta "legalidad" apriorística, pero aceptar esta tesis sería aceptar una petición de principio,
"el lado oscuro del antirrevisionismometafísico es precisamente la pérdida de una justificación externa que permita ver al no-matemático por qué las verdades matemáticas son en efecto verdaderas y no sólo verdaderas-para-los-matemáticos". Los ""nominalistas niegan que ciertas entidades [matemáticas] existan o [afirman] que el hecho de que existan está realmente justificado por el "sentido común" y el científico y por los estándares matemáticos de justificación"" (traducción mía). Una vez que se plantea esto, ""se asume el éxito de sus estipulaciones por defecto"" sin haberlas justificado.

Una respuesta estrictamente provisional: Afirmar que un sistema "axiomático" se justifica en sí mismo de manera coherentista sin apelar a criterios de justificación externos a sí mismo es lo mismo que decir que no importa que un sistema corresponde o no con lo que de hecho es (el facto) sino que es condición necesaria y suficiente el que sea coherente consigo pare estar justificado. Esto no necesariamente pone al sistema en "crisis" consigo mismo y con las relaciones que ha establecido, pero lo pone en crisis frente a otros sistemas coherentes consigo mismos, como el astrológico. Además de esto, aunque se quiera apelar a una "objetividad" y "verdad" (términos no siempre compatibles) de un postulado metafísico de independecia de nuestras pretensiones se puede hacer notar que el sistema es de hecho representacional y que dado eso, parcializa las prtensiones de conocimiento que de sí mismo tiene. Para probar esto apelemos a la geometría euclideana y su reformulación en geometría no euclideana o a el teorema de gödel que pone en crisis la prueba de que algún sistema consistente se puede usar para demostrarse a sí mismo y sus consecuencias: "en cualquier formalización consistente de las matemáticas que sea lo bastante fuerte para definir el concepto de números naturales, se puede construir una afirmación que ni se puede demostrar ni se puede refutar dentro de ese sistema".

Cabe demostrar más ampliamente que un sistema axiomático debería de recurrir a una justificación meta-sustancial de sí mismo y cabe volver a redactar y estructurar los argumentos, pero ya no son horas en las que pueda seguir discerniendo en torno a estos asuntos :P.

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http://www.filosoficas.unam.mx/~abarcelo/PDF/Revisionismo.pdf

Dos pares de comillas seguidas equivalen a una comilla francesa
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martes, 24 de marzo de 2009

La filosofía y el espejo de la naturaleza

Queridos e inexistentes lectores, en mi primer entrada pretendo dejar a su disposición una constancia de "La filosofía y el espejo de la naturaleza", de Richard Rorty. Me excuso de antemano en que yo no trate directamente el problema del aspecto "privilegiado" de la filosofía sino que este sea un estracto de otro autor, esto por razones meramente de índole metodológica, pretendo dar un esbozo de las pretensiones de algunos pensadores acerca del carácter "privilegiado" que tiene la "filosofía" con respecto a otras disciplinas para después hacer una crítica o apoyar los argumentos que en favor o en contra se presenten. Una vez hecho ello trataré de deliniar los linderos de la estructura de la vida "filosófica" y de la estructura "filosófica" de la vida. Aunado a la presentación de esto último, intentaré justificar un "nihilismo" teleológico de la existencia humana, o dicho en otros términos, una "supresión" de sentido de la finalidad "última" de la condición de ser humano; para ello intentaré probar la caracterización axiológica del sentido (no como comprensión, estructura o "racionalización", sino como articulación tendiente a un fin concreto o "thelos") del ser así como la dependecia histórica de los términos de "verdad" y de la representatividad en general.
Como se verá, no intenté adecuar los contenidos de la introducción con argumentos concretos que justificaran sus pretensiones (dentro de la misma obra). Será una labor necesaria al fin de cuentas para tratar de elaborar una "crítica o un "apoyo" a dichas ideas, pero no cuento con el tiempo suficiente para hacerlo ahora. Sin embargo plantearlo en términos "grossos" deja entrever la problemática del lugar presuntamente "privilegiado" que tiene la filosofía. Dicho esto de antemano, translitero el texto:
INTRODUCCIÓN

Por lo general, los filósofos piensan que su disciplina se ocupa de problemas perennes, eternos —problemas que surgen en el mo­mento en que se reflexiona. Algunos de ellos se refieren a la dife­rencia entre los seres humanos y los demás seres, y se cristalizan en preguntas sobre la relación entre la mente y el cuerpo. Otros problemas hacen referencia a la legitimación de las ansias de conocer, y se cristalizan en preguntas sobre los «fundamentos» del conocimien­to. Descubrir estos fundamentos es descubrir algo sobre la mente, y al revés. Por eso, la filosofía en cuanto disciplina se considera a sí misma como un intento de confirmar o desacreditar las pretensiones de conocimiento que se dan en la ciencia, en la moralidad, en el arte o en la religión. Trata de hacerlo basándose en su comprensión especial de la naturaleza del conocimiento v de la mente. La filosofía puede tener carácter de fundamento en relación con el resto de la cultura, pues ésta es la acumulación de las pretensiones de cono­cimiento, y la filosofía debe juzgarlas. Puede hacerlo porque com­prende los fundamentos del conocimiento, y encuentra estos funda­mentos en un estudio del hombre-en-cuanto-ser-que-conoce, de los «procesos mentales» o de la «actividad de representación» que ha­cen posible el conocimiento. Saber es representar con precisión lo que hay fuera de la mente; entender de esta manera la posibilidad y naturaleza del conocimiento es entender la forma en que la mente es capaz de reconstruir tales representaciones. La preocupación fun­damental de la filosofía es ser una teoría general de la representa­ción, una teoría que divida la cultura en áreas que representen bien la realidad, otras que la representen menos bien y otras que no la representen en absoluto (a pesar de su pretensión de hacerlo).

La idea de una «teoría del conocimiento» basada en una com­prensión de los «procesos mentales» es producto del siglo XVII, y sobre todo de Locke. La idea de «la mente» en cuanto entidad en la que ocurren los «procesos» aparece en ese mismo periodo espe­cialmente en las obras de Descartes. Al siglo XVIII, y a Kant de una forma especial, debemos la idea de la filosofía en cuanto tribu­nal de la razón pura, que confirma o rechaza las pretensiones del resto de la cultura, pero esta idea kantiana presuponía un asentimien­to general a las ideas de Locke sobre los procesos mentales y a las de Descartes sobre la sustancia mental. En el siglo XIX, la idea de la filosofía en cuanto disciplina fundamental que «sirve de base» a las pretensiones de conocimiento se vio consolidada en los autores neo-kantianos. Las protestas formuladas ocasionalmente con­tra esta concepción de la cultura como si tuviera necesidad de una «base» y contra las pretensiones de que esta tarea fuera realizada por una teoría del conocimiento (por ejemplo, en Nietzsche y William James) pasaron prácticamente desapercibidas. Para los intelectuales, la «filosofía» se convirtió en un sustituto de la religión. Era el área de la cultura donde se tocaba fondo, donde se encontraban el voca­bulario y las convicciones que permitían explicar y justificar las actividades propias en cuanto intelectual, y descubrir, por tanto, el significado de la propia vida.

A comienzos de nuestro siglo, esta pretensión recibió la confir­mación de los filósofos (especialmente Russell y Husserl) que tenían interés en que la filosofía siguiera siendo «rigurosa» y «científica». Pero en su voz se apreciaba cierto sentimiento de desesperación, pues para esas fechas el triunfo de lo secular sobre las reivindicaciones de la religión era casi total. De esta manera, el filósofo no podía con­siderarse por más tiempo en la vanguardia intelectual, o como pro­tector de los hombres ante las fuerzas de la superstición. Además, en el curso del siglo XIX, había surgido una nueva forma de cul­tura —la cultura del hombre de letras, el intelectual que escribía poemas y novelas y tratados políticos, y críticas a los poemas y novelas y tratados de otros autores. Descartes, Locke y Kant habían escrito en un periodo en el que la secularización de la cultura co­menzaba a ser una posibilidad gracias al triunfo de la ciencia na­tural. Pero, para comienzos del siglo XX, los científicos habían lle­gado a separarse de la mayoría de los intelectuales tanto como los teólogos. Poetas y novelistas habían ocupado el lugar de los predicadores y filósofos en cuanto maestros morales de la juventud. El resultado fue que cuanto más «científica» y «rigurosa» se hacía la filosofía, menos tenía que ver con el resto de la cultura y más absurdas parecían sus pretensiones tradicionales. Los intentos de los filósofos analíticos y de los fenomenólogos por «fundamentar» unas cosas y «criticar» otras no encontraron eco en aquellos cuyas actividades trataban de fundamentar o criticar. Los que necesitaban una ideología o una auto-imagen hicieron caso omiso de la filosofía en general.

Este es el telón de fondo sobre el que hay que proyectar la obra de los tres filósofos más importantes de nuestro siglo —Wittgenstein Heidegger y Dewey. Todos ellos trataron, en un primer momento, de encontrar un nuevo modo de dar a la filosofía carácter «básico» —una nueva manera de formular un contexto definitivo del pensamiento. Wittgenstein intentó construir una nueva teoría de la representación que no tuviera nada que ver con el mentalismo; Heidegger, un nuevo conjunto de categorías filosóficas que no tu­viera nada que ver con la ciencia, la epistemología o la búsqueda cartesiana de la certeza; y Dewey, una versión naturalizada de la visión hegeliana de la historia. Cada uno de ellos terminó conside­rando que sus primeros esfuerzos habían estado mal dirigidos, que eran un intento de mantener una cierta concepción de la filosofía después de haber rechazado las nociones necesarias para dar conte­nido a tal concepción (las ideas del siglo XVIII sobre el conocimiento y la mente). Todos ellos, en sus obras posteriores, se emanciparon de la concepción kantiana de la filosofía en cuanto disciplina básica, y se dedicaron a ponernos en guardia frente a las mismas tentaciones en que ellos habían caído. Por eso, sus escritos últimos son más terapéuticos que constructivos, más edificantes que sistemáticos, orientados a hacer que el lector se cuestione sus propios motivos para filosofar más que a presentarle un nuevo programa filosófico.

Wittgenstein, Heidegger y Dewey están de acuerdo en que hay que abandonar la noción del conocimiento en cuanto representación exacta, que resulta posible gracias a procesos mentales especiales e inteligible gracias a una teoría general de la representación. Los tres consideran que se deben descartar las nociones de «fundamentos del conocimiento» y de la filosofía en cuanto centrada en el intento car­tesiano de dar respuesta al escéptico epistemológico. Además, pres­cinden de la idea de «la mente» común a Descartes, Locke y Kant —en cuanto tema especial de estudio, situada en el espacio inte­rior y dotada de elementos o procesos que posibilitan el conocimien­to. Esto no quiere decir que tengan otras «teorías del conocimiento» o «filosofías de la mente». Rechazan la epistemología y la metafísica en cuanto disciplinas posibles. Hablo de «dejar de lado» y «rechazar» en vez de «presentar argumentos en contra» porque su actitud hacia la problemática tradicional es como la de los filósofos del siglo XVII hacia la problemática escolástica. No suelen entretenerse en descubrir proposiciones erróneas o falsos argumentos en las obras de sus predecesores (aunque lo hagan de vez en cuando). Lo que hacen, más bien, es vislumbrar la posibilidad de una forma de vida intelectual en la que el vocabulario de la reflexión filosófica heredado del siglo XVII parecería tan fuera de lugar como se lo había pare­cido a la Ilustración el vocabulario filosófico del siglo XIII. Afirmar la posibilidad de una cultura post-kantiana, en la que no haya nin­guna disciplina global que legitime o sirva de base a las otras, no significa necesariamente atacar ninguna doctrina kantiana concreta, lo mismo que vislumbrar la posibilidad de una cultura en que la religión no existiera o no tuviera ninguna conexión con la ciencia o la política, no implicaba necesariamente atacar la afirmación de Tomás de Aquino de que es posible demostrar la existencia de Dios con la razón natural. Wittgenstein, Heidegger y Dewey nos han introducido en un periodo de filosofía «revolucionaria» (en el sen­tido de la ciencia «revolucionaria» de Kuhn). Introduciendo nuevos mapas del terreno (a saber, de todo el panorama de las actividades humanas) en que no aparecen los rasgos que anteriormente parecían tener carácter dominante.

Este libro es una visión de conjunto de algunos avances recien­tes dentro de la filosofía, especialmente de la filosofía analítica, desde el punto de vista de la revolución anti-cartesiana y anti-kantia­na que acabo de describir. El objetivo de la obra es acabar con la confianza que el lector pueda tener en «la mente» en cuanto algo sobre lo que se debe tener una visión «filosófica», en el «conocimien­to» en cuanto algo que debe ser objeto de una «teoría» y que tiene «fundamentos», y en la «filosofía» tal como se viene entendiendo desde Kant. El lector que vaya buscando una nueva teoría sobre cualquiera de los temas mencionados se sentirá defraudado. Aunque trato de las «soluciones al problema mente-cuerpo» no lo hago con la intención de proponer una, sino de ilustrar por qué pienso que no existe ese problema. Igualmente, aunque me ocupo de las «teorías de la referencia» no presento ninguna, sino que me limito a ofrecer sugerencias sobre las razones por las que la búsqueda de dicha teoría está mal enfocada. El libro, como la mayoría de las obras de los autores que más admiro, es terapéutico, más que constructivo-. La terapia ofrecida depende, no obstante, de los esfuerzos constructivos de los mismos filósofos analíticos cuyo marco de referencia estoy intentando cuestionar. Así, la mayoría de las críticas concretas de la tradición están tomadas de filósofos tan sistemáticos como Sellars, Quipe, Davidson, Ryle, Malcolm, Kuhn y Putnam.

Es tanto lo que debo a estos filósofos en relación con los me­dios que utilizo como lo que debo a Wittgenstein, Heidegger y Dewey en relación con los fines a que se aplican. Espero conven­cer al lector de que la dialéctica existente dentro de la filosofía ana­lítica, que ha llevado a la filosofía de la mente desde Broad hasta Smart, a la filosofía del lenguaje desde Frege a Davidson, a la epistemología desde Russell hasta Sellars, y a la filosofía de la ciencia desde Carnap hasta Kuhn, debe hacerse progresar algunos pasos más. Estos pasos adicionales, pienso yo, nos colocarán en si­tuación de criticar la misma idea de «filosofía analítica», y hasta de la misma «filosofía» tal como ha sido entendida desde la época de Kant.

Desde el punto de vista que estoy adoptando, la diferencia entre la filosofía «analítica» y las otras clases de filosofía carece relativa­mente de importancia —sería en realidad una cuestión de estilo y tradición más que de una diferencia de «método» o de primeros principios. La razón por la que el presente libro está escrito fun­damentalmente con el vocabulario de los filósofos analíticos contem­poráneos y hace referencia a los problemas examinados en las obras de carácter analítico, es exclusivamente autobiográfica. Son el vo­cabulario y las obras con que estoy más familiarizado y a los que debo la comprensión que yo pueda tener de los problemas filosó­ficos. Si estuviera igualmente familiarizado con otras formas actuales de escribir filosofía, la obra resultaría más completa y útil, aunque todavía más larga de lo que es. Tal como yo entiendo las cosas, el tipo de filosofía que procede de Russell y Frege, como la fenome­nología husserliana clásica, es sencillamente un intento más de co­locar a la filosofía en la situación que Kant deseaba para ella —la de juzgar las demás áreas de la cultura basándose en su especial co­nocimiento de los «fundamentos» de estas áreas. La filosofía «ana­lítica» es una nueva variante de la filosofía kantiana, una variante que se caracteriza principalmente por considerar que la representa­ción es lingüística más que mental, y que la filosofía del lenguaje, más que «crítica transcendental» o psicología, es la disciplina que presenta los «fundamentos del conocimiento». Esta insistencia en el lenguaje, como insistiré en los capítulos cuatro y seis, no cambia esencialmente la problemática cartesiano-kantiana, y por tanto no da a la filosofía una nueva auto-imagen. La filosofía analítica sigue empeñada en la construcción de un marco de referencia permanente y neutral para la investigación, y por tanto para toda la cultura.

Lo que vincula la filosofía contemporánea con la tradición de Descartes-Locke-Kant es la idea de que la actividad humana (y la investigación, la búsqueda del conocimiento, en especial) se produce dentro de un marco que se puede aislar antes de la conclusión de la investigación —un conjunto de presuposiciones que se pueden des­cubrir a priori. La idea de que existe dicho marco sólo tiene sentido si pensamos que viene impuesto por la naturaleza del sujeto que conoce, por la naturaleza de sus facultades o por la naturaleza del medio dentro del cual actúa. La misma idea de la «filosofía» como algo distinto de la «ciencia» no tendría mucho sentido sin la afir­mación cartesiana de que mirando hacia dentro podemos dar con la verdad ineluctable, y la afirmación kantiana de que esta verdad impone límites a los posibles resultados de la investigación empírica. La idea de que pueda haber eso que se llama «fundamentos del co­nocimiento» (de todo conocimiento —en todos los campos, del pasado, presente y futuro) o una «teoría de la representación» (de toda representación, en los vocabularios conocidos y en los que ahora no podemos ni imaginar) depende de la suposición de que existe semejante constricción a priori. Si tenemos una concepción deweyana del conocimiento, como lo que creemos justificadamente, no nos imaginaremos que existan limitaciones duraderas a lo que puede figurar como conocimiento, pues veremos la «justificación» como un fenómeno social más que como una transacción entre «el sujeto que conoce» y «la realidad». Si tenemos una concepción wittgensteiniana del lenguaje, en cuanto instrumento más que como espejo, no buscaremos las condiciones necesarias de posibilidad de la representación lingüística. Si tenemos una concepción heidegge­riana de la filosofía, consideraremos que el intento de convertir la naturaleza del sujeto que conoce en fuente de verdades necesarias es uno de los intentos descaminados de recurrir a una cuestión «técnica» y determinada en vez de a la apertura a lo desconocido que fue la tentación inicial que nos indujo a pensar.

Una forma de ver cómo se encaja la filosofía analítica dentro del esquema cartesiano-kantiano tradicional es ver la filosofía tradicional como un intento de escapar a la historia —un intento de encontrar condiciones ahistóricas de cualquier posible cambio histórico. Desde esta perspectiva, el mensaje común de Wittgenstein, Dewey y Hei­degger es historicista. Todos ellos nos recuerdan que las investiga­ciones de los fundamentos del conocimiento o de la moralidad o del lenguaje o de la sociedad quizá no sean más que una apologética, un intento de eternizar un determinado juego lingüístico, práctica social o auto-imagen contemporáneos. También la conclusión de este libro es historicista, y las tres partes en que se divide tratan de colocar en su perspectiva histórica las nociones de «mente», de «conocimiento» y de «filosofía», respectivamente. La Parte I se ocupa de la filosofía de la mente, y en el capítulo primero trato de hacer ver que las llamadas intuiciones que están tras el dualismo cartesiano tienen origen histórico. En el capítulo segundo, intento mostrar cómo cambiarían estas intuiciones si los métodos psicológi­cos dieran paso a métodos fisiológicos de predicción y control.

La Parte II trata de la epistemología y de los intentos recientes de encontrar «nuevos temas» de la epistemología. El capítulo ter­cero describe la génesis de la noción de «epistemología» en el si­glo XVII, y su conexión con las nociones cartesianas de la «mente» expuestas en el capítulo primero. Presenta la «teoría del conocimien­to» como una noción basada en la confusión existente entre la justificación de las pretensiones de conocimiento y su explicación causal es decir, en términos aproximados, entre las prácticas sociales y los procesos psicológicos que se postulan. El capítulo cuarto es el más importante del libro: en él se presentan las ideas que han sido la causa de que haya llegado a escribirse. Son las ideas de Sellars y de Quine, y en este capítulo interpreto el ataque de Sellars a «lo dado» y el de Quine a la «necesidad» como los pasos fundamentales que han minado la posibilidad de una «teoría del conocimiento». El holismo y pragmatismo que comparten ambos filósofos, y que comparten a su vez con el Wittgenstein de los últimos años, son las líneas de pensamiento dentro de la filosofía analítica que deseo ampliar. Señalo que, cuando se amplían de una determinada manera, nos permiten ver la verdad no como «la re­presentación exacta de la realidad» sino como «lo que nos es más conveniente creer», utilizando la expresión de James. O, dicho menos provocativamente, nos demuestran que la idea de «represen­tación exacta» no pasa de ser un cumplido automático y sin con­tenido que hacemos a las creencias que consiguen ayudarnos a hacer lo que queremos hacer. En los capítulos cinco y seis examino y critico lo que considero como intentos reaccionarios de tratar la psicología empírica o la filosofía del lenguaje como los «nuevos temas» de la epistemología. Mantengo que sólo la idea del conocimiento como «exactitud de la representación» nos convence de que el estudio de los procesos psicológicos o del lenguaje —en cuanto medios de representación— puede conseguir lo que no llegó a hacer la episte­mología. La conclusión de la parte II en conjunto es que la noción del conocimiento en cuanto acumulación de representaciones preci­sas es opcional —que puede reemplazarse por una concepción prag­mática del conocimiento que elimine el contraste griego entre con­templación y acción, entre representar el mundo y enfrentarse con él. Una época histórica dominada por las metáforas oculares griegas puede dar paso a otra en que el vocabulario filosófico que incorpore estas metáforas parezca tan extraño como el vocabulario animista de los tiempos pre-clásicos.

En la parte III abordo más explícitamente la idea de «filosofía». El capítulo siete interpreta la distinción tradicional entre la búsqueda del «conocimiento objetivo» y otras áreas, menos privilegiadas, de la actividad humana como una mera distinción entre «discurso nor­mal» y «discurso anormal». El discurso normal (generalización de la idea de «ciencia normal» de Kuhn) es todo discurso (científico, político, teológico, etc.) que encarne los criterios aceptados para llegar a un acuerdo; discurso anormal es el que no contenga estos criterios. Mi punto de vista es que el intento (que ha sido caracte­rístico de la filosofía tradicional) de explicar la «racionalidad» y la «objetividad» en términos de condiciones de representación precisa es un esfuerzo engañoso de eternizar el discurso normal del mo­mento, y que, desde los griegos, la auto-imagen de la filosofía ha estado dominada por este intento. En el capítulo ocho recurro a algunas ideas tomadas de Gadamer y Sartre para desarrollar el con­traste que existe entre filosofía «sistemática» y «edificante», y mos­trar cómo se relaciona con la filosofía «normal» la filosofía «anor­mal» que no se adapta a la matriz tradicional cartesiano-kantiana. Presento a Wittgenstein, Heidegger y Dewey como filósofos cuyo objetivo es edificar —ayudar a sus lectores, o a la sociedad en su conjunto, a liberarse de actitudes y vocabularios caducos, y no ofre­cerles una «base» para las intuiciones y costumbres del presente.

Espero que lo que vengo diciendo haya aclarado por qué he elegido el título «La filosofía y el espejo de la naturaleza». Son imágenes más que proposiciones, y metáforas más que afirmaciones, lo que determina la mayor parte de nuestras convicciones filosóficas. La imagen que mantiene cautiva a la filosofía tradicional es la de la mente como un gran espejo, que contiene representaciones diver­sas —algunas exactas, y otras no— y se puede estudiar con métodos puros, no empíricos. Sin la idea de la mente como espejo, no se habría abierto paso la noción del conocimiento como representación exacta. Sin esta última idea, no habría tenido sentido la estrategia común de Descartes y Kant —obtener representaciones más exac­tas inspeccionando, reparando y limpiando el espejo, por así decirlo. Sin esta estrategia, habrían carecido de sentido las afirmaciones más recientes de que la filosofía podría consistir en el «análisis concep­tual» o en el «análisis fenomenológico» o en la «explicación de los significados» o en el examen de «la lógica de nuestro lenguaje» o de «la estructura de la actividad constituyente de la conciencia». Este tipo de afirmaciones son las que ridiculizaba Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas, y, siguiendo las orientaciones de Wit­tgenstein, la filosofía analítica ha progresado hacia la postura «post­positivista» que adopta en la actualidad. Pero el talento de Wit­tgenstein para desmontar las imágenes cautivadoras debe comple­mentarse con la conciencia histórica —la conciencia de la fuente de todas las imágenes especulares— y ésa es, en mi opinión, la mayor aportación de Heidegger. La forma en que Heidegger vuelve a con­tar la historia de la filosofía nos permite ver los comienzos de las imágenes cartesianas en los griegos así como las metamorfosis de estas imágenes durante los tres últimos siglos. De esta forma nos permite «distanciarnos» de la tradición. Sin embargo, ni Heidegger ni Wittgenstein nos hacen ver el fenómeno histórico de las imágenes basadas en el espejo, la historia de la dominación de la mente de Occidente por las metáforas oculares, dentro de una perspectiva so­cial. Los dos se centran en el individuo singularmente favorecido más que en la sociedad —en las posibilidades de mantenerse al margen de la banal auto-decepción característica de las últimas fe­chas de una tradición decadente. Por el contrario, Dewey, aunque no tenía ni la agudeza dialéctica de Wittgenstein ni la erudición histórica de Heidegger, escribió sus ataques a las tradicionales imá­genes del espejo partiendo de la visión de un nuevo tipo de socie­dad. En su sociedad ideal, la cultura ya no está dominada por el ideal del conocimiento objetivo sino del desarrollo estético. En dicha cultura, como él decía, las artes y las ciencias serían «las flores naturales de la vida». Tengo la esperanza de que estemos ahora en condiciones de ver las acusaciones de «relativismo» e «irra­cionalismo» presentadas en su momento contra Dewey como simples reflejos defensivos e inconscientes de la tradición filosófica que él atacaba. Dichas acusaciones no tienen ningún peso si se toman en serio las críticas que él, Wittgenstein y Heidegger hacen a las imá­genes basadas en la comparación con el espejo. Este libro no tiene mucho que añadir a dichas críticas, pero espero que presente algunas de ellas de forma que contribuya a romper la coraza de la conven­ción filosófica que Dewey esperaba, en vano, reducir a añicos.