Porque sueño

Porque sueño yo no lo estoy. Porque sueño, sueño, porque me abandono por las noches a mis sueños antes de que me deje el día. Porque no amo, porque me asusta amar. Ya no sueño, ya no sueño, ¡ya no sueño!... ya-no-sueño. A ti, la Dama, la audaz melancolia que con grito solitario hiendes mis carnes ofreciendolas al tedio, tú que atormentas mis noches con mis sueños cuando no sé qué camino de mi vida tomar, te he pagado cien veces mi deuda. De las brasas del ensueño sólo me quedan las cenizas de una sombra de la mentira que tú misma me habías obligado a oir. Y la blanca plenitud no era como el viejo interludio, y sí una morena de finos tobillos que me clavó la pena de un pecho punzante en el que creí, y que no me dejó más que el remordimiento de haber visto nacer la luz sobre mi soledad. E iré a descansar, con la cabeza entre dos palabras, en el valle de los avasallados.

Fragmento de L'avalé des avales de Réjean Ducharme leído en Léolo de Jean-Claude Lauzon

miércoles, 8 de abril de 2009

Sentido

Hola de nuevo mis queridos e hipotéticos lectores. No he escrito ultimamente, han sido malos tiempos para el arte la lírica... o la filosofía.
Traigo para ustedes un fragmento de "por qué filosofía" de Xavier Rubert de Ventós. Trato de conservar las cursivas en los casos en que se escribieron (pero pese a esto al parecer no aparecen) y de retratar "fielmente" el texto, excúseme de algún error.

1. VÉRTIGO DEL SENTIDO
Cómo dar liebre por gato
Desperté y busqué en torno un acontecimiento no transfor¬mado en noticia, una función no codificada por una institu-ción, una práctica que no fuera una profesión, una teoría no apelmazada y exaltada como ideología. Salí a su encuentro, pero en todas partes me daban liebre por gato: pedía un libro y me daban una Obra, necesitaba un método y me enseñaban una Metodología, buscaba un objeto y me ofrecían un Diseño, quería un país y me encontraba en un Estado, yo deseaba una mujer pero me decían que eso eran cosas de mi Libido.
La política y el sexo, el comercio y la información: todo me parecía cada vez más sublime y cultural; impregnado por su valor, transmutado en símbolo. Los objetos con los que me iba topando sólo parecían existir como excipiente del sentido que debían vehicular. Dondequiera que dirigiera mis pasos me encontraba con algo adaptado ya de antemano a mi asimilación, cortado a la medida de mis sentidos, expectativas o ideales. Y es entonces cuando sentí aquel extraño malestar: algo así como la basca que produce un alimento licuado, una papilla gástrica o un Gerber que se nos escurre, tibio y granuloso, por el esófa¬go. Un malestar que se confundía con la nostalgia de los pro¬ductos de otro tiempo que había aún que mascar y digerir.
Pronto descubrí, sin embargo, el analgésico que me ofre¬cían para aplacar estas desagradables sensaciones. La sofis-ticación del nuevo arte y la nueva cultura debían servirme ahora para ejercer en digest aquel esfuerzo de asimilación y adaptación expulsado de la vida cotidiana: una cultura intensa y concentrada que compensaba mi inactividad intelectual, jus¬to como la gimnasia debía compensar mi trabajo sedentario. Realidad «explicada» y alta cultura «complicada» mundo ve¬rosímil y arte abstracto, entorno pompier y estética vanguar¬dista formaban así un sistema perfectamente equilibrado. En un mundo excesivamente «facilitado» y previsible, la dificultad se me ofrecía también como un servicio o una mercancía deli¬cadamente diseñada para inquietarme y sorprenderme; para dar variedad, color o aroma a la papilla; para introducir en mi experiencia los mínimos básicos de resistencia que me per¬mitirán recobrar el equilibrio cuando me sintiera llevado por el vértigo del sentido.
Éste fue el primer diagnóstico de mi dolencia. El vértigo, con todo, persistía. La realidad se me hacía no ya espiritual, sino espirituosa, no ya dotada de significados, sino impregna¬da de ellos: significamentosa. Todo me era familiar, y más aún que familiar: íntimo. En todas partes me topaba conmigo mis¬mo. Mis pasiones y obsesiones perfectamente expresadas en los anuncios de colonia para hombres. Mis desperdicios psíquicos se me ofrecían ahora en forma física de mercancías. Contami¬nado por mis propias fantasías, el entorno me aparecía como un inmenso y caricaturesco espejo de mí mismo.
¿Cómo romper el hechizo? ¿Cómo abrir una brecha —me decía— en este cerco del hombre por sus propios productos o imágenes? El único medio, pensaba, sería bajar la guardia para permitir el reflujo de todo aquello que está más allá de nosotros, de nuestra capacidad de entender y organizar. Pero hasta el momento sólo parecía haberse intentado superar este aislamiento ampliando más y más el ámbito de lo controlado: tratando de aliviar los males del control técnico del mundo... mediante su control semántico; perfeccionando el diseño fun¬cional del entorno con la adición de valores malditos o vibracio¬nes gratuitas; ampliando el sistema de producción de ideología o la producción de psicología. Para los «psicólogos radicales» americanos, por ejemplo, se trataría de ir sustituyendo la produc¬ción de objetos por la producción de relaciones: el hardware tecno¬lógico por el software social. Diseño y producción de relaciones que daría lugar a una nueva cultura intensa, comunal, sentida y vivida; una nueva sociabilidad hecha de interacciones, contac¬tos y vibraciones. Grupos de encuentro, juegos comunicativos, terapia de sentimiento, desarrollo del potencial humano, con¬cienciación del propio cuerpo, feed-back bioenergético, chequeo interactivo, masaje psíquico, pedagogía del contacto...
El florilegio de métodos y técnicas parecía interminable, pero el mecanismo social detrás de todos ellos parecía uno y el mismo. Se trataba simplemente de cuestionar la adecuación entre el saber de la gente y su empleo, entre su sensación física y su salud o entre su apetencia y su competencia, generando así un nuevo mercado de gadgets y servicios para el reciclaje del saber o la verificación de la salud. Y también un merca¬do de relaciones psicológicas que creaba su propia demanda mediante el doble mecanismo de: 1) fomentar, por un lado, la inseguridad de la gente respecto a su capacidad de comunicar o de asumir las propias responsabilidades sociales, y 2) gene¬rar, por otro, unos supuestos estándares o patrones objetivos de intimidad, satisfacción sexual o integración social, a cuya altura la gente trataría de llegar con la ayuda de las técnicas y de los especialistas pertinentes.
Un vuelo a México
Fue en un vuelo Eastern de Nueva York a México donde pri¬mero sentí de un modo claro esta desazón ante un entorno cada vez más personal, estimulante y atento a nuestras in¬tenciones. En la bandeja de desayuno no encontraba la crema de leche para mezclar con el café: miraba una y otra vez los ró¬tulos de los sobres y recipientes —mantequilla, café, sal, etc.—, pero no leía «crema» o «leche» en parte alguna. Pregun¬té por fin a la azafata, la cual, sorprendida y despectiva, me indicó un botecito de plástico. Y entonces descubrí por qué no había sabido reconocerlo: el bote no anunciaba «leche» sino «para su café».
Nuestro entorno está cada vez más constituido por este tipo de mensajes, que nos cuesta al principio descifrar... porque son demasiado fáciles: porque no hay que ir a ellos, sino que son ellos los que vienen a nosotros. El rótulo no indica qué hay en el bote sino para qué es; no describe el objeto sino que anticipa —y prescribe— mi uso del mismo. Las indicaciones de nuestro entorno ya no se dirigen entonces a nuestra comprensión sino a nuestra reacción; no se organizan alrededor de nuestra posición sino de nuestra intención. De ahí que para entender estos mensajes debamos ajustar la retina y acostumbrarnos a no buscar lo que algo es sino para qué es. No atender a lo que queremos —un alimento, una persona, un país—, sino directamente a lo que en ello buscamos: el valor o el vigor, la amistad o la sensación nueva. Acostumbrarnos, en fin, a vivir en un entorno catafóri¬co, donde todo está anticipando alguna otra cosa —anticipando, casi siempre, nuestras propias reacciones.* [* Está claro que, a menudo, este tipo de cambio no es deliberado, sino que simplemente resulta de necesidades técnicas —en este caso de la naturaleza sintética del líquido que se añade al café. El hecho de que no sean intencio¬nados no los hace, sin embargo, menos sintomáticos.]
El último día en Nueva York había ido a la tienda «Sam Goodies» para comprar discos de Ruth Etting y Ethel Morgan, dos cantantes de los cuarenta que son el primer recuerdo musical de mi infancia —una melodía que llegaba a mi ventana desde la Rosaleda, a través de una Diagonal silenciosa y húmeda. Le pregunté al vendedor en qué hilera podía encontrar estos discos —¿en «Melodías de Broadway», en «Vocalistas famosas»?
—No, no; busque mejor en la sección «Nostalgia».
También las clasificaciones comerciales se habían hecho psi¬cológicas. También para adivinar dónde estaba un producto tenía que pensar ante todo en la presumible intención con que lo buscaba.
Volviendo a mi vuelo de Nueva York a México: después de desayunar, ya sobre Texas, empecé a charlar con un grupo de jó¬venes universitarios, aplicados e ilusionados, que me rodearon entusiastas cuando me reconocieron como un nativo con el cual practicar el castellano. Hacían un viaje de estudios —me explicaron— a la provincia de Chiapas. Pregunté qué iban a estudiar: ¿tzotzil, castellano, antropología...? No; se trataba de dos asignaturas de la maestría en «Vida Internacional» de la Universidad de Michigan. Las dos asignaturas que iban a cursar a San Cristóbal y Tuxtla Gutiérrez se llamaban, literalmente, «Cómo vivir en el extranjero» y «Trabajo de campo en comprensión de culturas extranjeras»...
…Y volví a sentir el vértigo de un entorno siempre ya explícito, formulado y poblado de nuestras propias imágenes o propósitos. El mismo vértigo que me había producido el bote de crema «para mi café», y que se confundía ahora con el de las depresiones atmosféricas que sacudían el avión al descender sobre el valle de México. Al salir del aeropuerto había decidido escribir un texto donde trataría de teorizar este vértigo. Es el que sigue, luego de responder a esta cuestión previa: ¿Qué hay en el fondo de mi añoranza por lo reticente, por lo que existe pero no se anuncia, se entiende pero no se dice, se supone pero ni se ex¬pone? Ante todo, pienso, el mínimo tacto que exige no apabullara la gente con un mensaje o una verdad perentorios. Y un cierto respeto, también, por las cosas y por uno mismo: por un nivel de la realidad o de la intimidad que no puede exponerse sin desnaturalizarse; que como las momias o las películas, se desintegra o vela a plena luz... Nietzsche mismo fue un ferviente defensor de este respeto, aunque en su afán por desvelar los más secretos móviles e intenciones pocas veces supiera mantenerlo.
«Hoy ya no; creemos —escribe— que la verdad siga siendo verdad cuando se revela... El pudor con el que la Naturaleza se ha escondido detrás de velos y enigmas debería ser tenido en gran estima... Hoy consideramos una cuestión de decencia el no; querer verlo todo desnudo, presenciarlo todo, entender o "saber" todo».
El más conmovedor ejemplo de este pudor es el del peque¬ño Rousseau, que reproduzco aquí de memoria. Jean-Jacques es un niño pobre que durante meses va reuniendo monedas para poderse comprar uno de esos pasteles que las madres ob¬sequian a sus hijos a la salida de la escuela. Se conoce el esca¬parate de memoria y hace tiempo que tiene decidido el pastel que va a pedir. Pero, cuando entra por fin y la dueña le pre¬gunta qué desea, él no sabe que contestar y acaba echándose a llorar. ¿Qué ha ocurrido? El niño ha descubierto lo que en realidad había estado deseando tanto tiempo: que le dieran un pastel. No ha estado ahorrando para pagar un pastel, sino para comprar un don. Pero en el mismo momento en que la dueña le pregunta qué desea (como preguntan también los padres con más dinero que tiempo, dispuestos siempre a comprarle al niño lo que desee, sin entender que lo que éste quiere no; es un regalo sino que le regalen), entonces la imposibilidad lógica de satisfacer ese deseo se hace demasiado patente... Y ello no; se debe, como explicarían Lacan o Girard, a que su de¬seo sea «el deseo del otro», sino porque es el deseo de un signi¬ficado no banalizado y neutralizado por su propio significante; de una experiencia, una sensación, un don o un sentimiento no capturados ni contaminados por el medio —el dinero, la palabra— que los vehicula.
Thomas Mann lo dice por boca del estafador Félix Krüll: «Sólo en los dos polos del contacto humano, allí donde aún no existe la palabra o bien donde ya no reina la palabra, es decir, en la mirada y en el abrazo, se halla propiamente la felicidad pues sólo allí hay libertad incondicional, intimidad y falta ab¬soluta de respeto humano. Todo lo que en materia de contactos humanos se halla entre estos dos polos es débil e insípido; es algo determinado, condicional y limitado por las convencio¬nes sociales. Allí reina la palabra, esa tremenda representan¬te de lo ordinario y habitual, ese fino y opaco medio en el que se engendró antes que en ningún otro la sumisa y mediocre moral...»